La brecha de la crianza


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Por María Caridad Araujo - 28 Oct 2013

Alguna vez escuché la siguiente reflexión “Se requiere tomar un curso y aprobar un examen para conducir un vehículo, pero para algo tan importante como criar un hijo… ¡no te piden nada!” El ejemplo no deja de parecerme algo gracioso y creo que podría generar debates interminables sobre la libertad y el rol del Estado y no es ese el objeto de este artículo. Decidí arrancar este post con esa reflexión pues es una que nos invita a volver nuestros ojos hacia nuestras propias experiencias vitales (de hijos y de padres) y a reconocer en ellas errores, aprendizajes y aciertos.

En septiembre, Kimberly Howard y Richard Reeves del Centro para los Niños y las Familias de Brookings Institution publicaron un artículo introduciendo un concepto que ellos llaman “la brecha de la crianza” (the parenting gap, en inglés). A los economistas nos gusta medir las brechas en los niveles de ingreso, en el acceso a los servicios públicos o en la salud y el aprendizaje. Pero la brecha de la crianza es un concepto nuevo.

¿En qué consiste la brecha de la crianza? Los autores la definen como la diferencia entre ser el hijo de padres “débiles” y ser el hijo de padres “fuertes”. Nota: aquí los términos “débiles” y “fuertes” no se refieren al estilo de crianza ni a la fuerza física de los progenitores, sino a la calidad de la crianza. Unos padres “fuertes” son aquellos que ofrecen a sus hijos un ambiente familiar en el cual encuentran estímulos y apoyo. Unos padres débiles son incapaces de ofrecer este tipo de ambiente familiar a sus hijos. Esto se mide mediante el instrumento HOME, una escala observacional especialmente diseñada para caracterizar la calidad del ambiente del hogar y que se ha usado en Estados Unidos y también en América Latina. Los padres “fuertes” son aquellos con el 33% de los puntajes más altos en el HOME, mientras que los padres “débiles” son los que obtienen el 33% de los puntajes más bajos en el HOME.

Aquí hago un paréntesis para notar un tema importante. El tipo de padres que le tocan a un hijo es uno de aquellos factores determinados al momento del nacimiento. Por esta razón, esta variable se encuentra profundamente ligada a la equidad ya que depende de elementos totalmente fuera del control o del esfuerzo individual del niño. Si no existe algún mecanismo que permita “igualar oportunidades” para que todos los niños tengan una experiencia de crianza como mínimo aceptable, entonces inevitablemente sabemos que será difícil romper esa trampa de desigualdad más adelante. De ahí que no debería sorprendernos que el artículo de Howard y de Reeves que introduce el concepto de la brecha de la crianza concluye que esta brecha se relaciona con la movilidad social en las diferentes etapas del ciclo vital: primera infancia, infancia, adolescencia, transición a la adultez y adultez.

Los autores identifican que los hijos de padres “fuertes” tienen una mayor probabilidad de ser exitosos en todas las etapas del ciclo vital. Los autores definen el éxito a través de los indicadores del Proyecto del Genoma Social, que establecen niveles mínimos en dimensiones académicas, sociales y económicas para cada etapa de la vida. Algunos ejemplos de los indicadores que se incluyen en esta definición de éxito son: tener un peso normal al nacer,  contar con habilidades de lectura y matemáticas adecuadas en la edad escolar, desarrollar aptitudes socioemocionales apropiadas, o alcanzar un nivel salarial y de empleo correspondiente al de la clase media.

Las diferencias incondicionales (es decir sin controlar por ingresos, educación y otras variables) entre los hijos de padres “fuertes” y padres “débiles” son enormes. Un 77% de los hijos de padres “fuertes” tienen resultados exitosos en la primera infancia, en comparación con 34% de los hijos de padres “débiles”. Esta brecha de más de cuarenta puntos porcentuales apenas se cierra a lo largo de la vida. Incluso en la adultez, un 70% de los hijos de padres “fuertes” obtienen resultados exitosos en comparación con 37% de los hijos de padres “débiles”.

Los autores hacen una simulación todavía más provocativa. Si sería posible convertir a los padres “débiles” en padres “promedio” (la categoría entre “fuertes” y “débiles”), se esperaría un aumento de un 9% en el porcentaje de sus hijos que se gradúan de la secundaria. También se podría lograr un 6% de reducción de embarazos durante la adolescencia y hasta una caída de un 3% en el número de jóvenes que llegan a ser condenados por un crimen. Otro hallazgo interesante es que en la caracterización de la calidad de los padres, importa tanto el rol del ambiente de aprendizaje que ofrecen a sus hijos como aquel del ambiente de apoyo emocional que les brindan. Es decir, los padres cumplen un rol fundamental tanto en lo afectivo como en el aprendizaje cognitivo.

Las políticas públicas para reducir la brecha de la crianza tienen un enorme potencial para mejorar la equidad y la igualdad de oportunidades. Estas políticas consisten en apoyar a los padres más débiles para enriquecer los estímulos y el apoyo que brindan a sus hijos en sus hogares. Es decir, si la calidad de la crianza es tan importante para el bienestar social, y si las familias no siempre son capaces de proveer una crianza de calidad, entonces, el rol del Estado está bien justificado.

Fuente: BID, Blog Primeros Pasos

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