El enigma de la bondad

ELVIRA LINDO
El enigma de la bondad


Escribir es bueno. Habría que ver cómo estaríamos algunos de la cabeza si no escribiéramos. Cuántas neurosis se desatarían, cuánta actividad mental iría destinada tan solo a manías compulsivas. Escribir es bueno. Aún recuerdo aquellos días en que, aconsejado por ese sabio que fue el doctor Lozano, mi suegro Paco, que andaba con la memoria un poco perdida, fue recuperando fuelle mental escribiendo un diario del que secretamente yo le iba robando páginas. Cuando murió, saqué las páginas de un cajón y se las di a su hijo, que las recibió asombrado, emocionado: "¿De dónde sale esto?". Yo sabía que el espíritu del hombre que no había escrito nunca, hasta aquel terapéutico diario, aparecería nítido entre las esforzadas frases que narraban un día cualquiera: he comido habichuelas, he bajado al perro, he ido dos veces a la plaza (mercado), no he visto casi la televisión. No hay demasiadas opiniones sobre la vida, solo hechos concretos, que nosotros sabemos interpretar con el recuerdo de su temperamento activo y obediente con las autoridades médicas. No ver demasiado la tele era el primer mandamiento del sabio Lozano. Escribir es bueno. Es bueno, fácil y barato, aumenta la capacidad de concentración y pone en marcha una actividad neuronal a las que mis amigos científicos sabrían ponerle nombre. Las neuronas hacen gimnasia con la escritura. Se podría decir que escribir es recomendable para la salud. Otra cosa es escribir con ambición literaria. Una amiga, que disfruta de una alta posición como economista, me decía que no descarta escribir en algún momento de su vida. Eso sí, me advertía, procuraré que no se transparente nada de mi vida privada en lo que escriba. Entonces, le dije, escribe un diario. Un diario cuyo fin último sea el cajón de tu escritorio. Para ser escritor no hace falta ser muy listo; de hecho, ahí están las palabras de la escritora americana Flannery O'Connor: "Hay un punto de estupidez sin el cual un escritor de ficción no puede arreglárselas y es la cualidad de tener que mirar fijamente, de no enterarse a la primera"; pero lo que jamás debe faltarle a un novelista es arrojo. Por qué no decirlo, valentía. De modo que aunque escribir esté al alcance de todo el mundo, no todo el mundo puede ser escritor. Tiene su riesgo. Más riesgo aún cuando el narrador se enfrenta a unas memorias. Muchas veces me he preguntado por qué este género ha sido tan poco frecuentado en España o por qué a menudo las memorias no suenan tan francas como deberían. No se me ocurre otra razón posible que la coacción social. Si hasta cuando se publica una novela intimista hay quien se atreve a tacharla de autobiográfica como si se tratara de una acusación lícita. Todo esto se me venía a la cabeza estos días, mientras leía las memorias del hispanista americano Thomas Mermall que acaba de publicar Pre-Textos. El inicio del libro es abrumador. Mermall fue el único niño judío de una amplia zona de Hungría que sobrevivió a la persecución nazi. Su madre, enferma, acabó sus días en Auschwitz, mientras su padre y él salían huyendo hacia el bosque y sobrevivían gracias a la bondad de un hombre que puso en peligro su vida y la de sus hijos para salvar a aquellos dos fugitivos. El libro recorre el siglo XX. De la huida de los nazis a la huida del comunismo, de Hungría a Chile, de Chile a Chicago, donde Thomas se hizo adulto y americano. La apertura sexual de los sesenta en la universidad, el amor por España, por la gente común y por la filosofía y la literatura en español. Lo más notable del libro es que entramos de lleno en una vida, sin que se nos cierre ninguna puerta, dejándonos convivir con esa familia de supervivientes (la madrastra sobrevivió a los campos) y observar cómo unos responden al trauma de manera mezquina, atesorando todo aquello que les fue negado, y otros practicando la generosidad de por vida. El padre del profesor Mermall, aquel hombre que salvó a su hijo de seis años escondido en el bosque y en un granero, escribió un diario que le compró Spielberg. Se publicó, pero el proyecto de hacer una película se vio frustrado. Ahora es el hijo quien reconstruye la aventura y quien la continúa en primera persona hasta el día de hoy en que se encuentra luchando contra un enemigo interior, el cáncer. No puede haber más honestidad en estas páginas. El espíritu apasionado de Mermall es contrario a las ideologías absolutas de las que fue víctima y favorable a empatizar con sus semejantes y disfrutar de la vida. El otro día, en la presentación que de su libro hizo en el Cervantes de Nueva York, Thomas reflexionaba sobre esa cosa rara que es la bondad. Tantas veces intentamos analizar a los criminales, a los seres que apestan la tierra, y qué pocas dedicamos el mismo esfuerzo a comprender qué puede llevar a un campesino a arriesgar su vida por un hombre y su hijo de seis años, a los que no conoce. Qué nos lleva a ser bondadosos hasta ese extremo y qué nos lleva a superar el dolor sin remordimiento y sin ánimo de venganza. Thomas Mermall ha llamado a sus memorias Semillas de gracia: son las que su madre sembró en él en solo seis años. Un amor que Thomas ha atesorado toda su vida de huérfano y de las que aún hoy, nos confesó, brota su inquebrantable deseo de vivir.

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