La música y el ser humano


La música y el ser humano
Pocos son los indicios que muestran cómo los hombres primitivos usaban los instrumentos musicales o con qué finalidad. Es posible que se sirvieran de la música para sus rituales, como los pueblos del sur de África, o que le confirieran poderes mágicos y sanadores. Según Darwin, hace miles de años la música se utilizaba para exhibir las cualidades masculinas y asegurar la continuidad de la especie. Es decir, el que sabía tocar algún instrumento estaba mandando señales de sus “buenos genes” a la hembra.

La música es algo innato a todo ser humano. Los estudios demuestran que las variaciones producidas en el sonido se captan desde la cuna: los bebés de apenas dos meses son capaces de identificar curvas de sonidos ascendentes y descendentes. Con cuatro años, los niños dejan de percibir la música como un conjunto de sonidos y empiezan a ordenarlos con patrones de ritmo que se convierten en sus primeros bailes coordinados. Al cumplir cinco el cerebro es capaz de “adivinar” las notas de una melodía inacabada.
Cabe preguntarse, entonces, si todos los humanos pueden ser músicos. La respuesta, según el físico Philip Ball en su libro El instinto musical, es afirmativa: la mayoría podría tocar un instrumento tan bien como para ser la alegría de cualquier reunión.
Ya explicaron los científicos que el amor no es más que una cadena de procesos y respuestas químicas que tiene lugar en el organismo. Así de contundente puede ser también la afirmación de que las habilidades musicales se adquieren con la práctica. Se puede nacer con una predisposición, pero sin el trabajo constante sería imposible llegar al dominio de este arte.
En este punto es recomendable escuchar a los profesores de música, que observan en sus aulas cómo un alumno disciplinado y concienzudo alcanzará con mayor éxito el dominio del instrumento que uno habilidoso pero más arbitrario en su aprendizaje.
EL CEREBRO DE LOS MÚSICOS. Cuando una persona se dedica a la práctica musical de manera profesional, su cerebro se diferencia del resto de los mortales, porque la música funciona como un gimnasio para el intelecto.
Los neurocientíficos Gaser y Schlaug han descubierto que el cerebro de los músicos, sobre todo el de aquellos que comenzaron su formación antes de los siete años, tiene más grande el cuerpo calloso, es decir, la parte que conecta el hemisferio derecho con el izquierdo. Por esa razón su comprensión de la música es muy analítica sin disminuir su sensibilidad. Además, tienen mejores capacidades motrices, auditivas y espaciales que el resto.
La influencia de la música clásica en la capacidad intelectual ha fomentado numerosos estudios e investigaciones entre los que destaca el conocido como Efecto Mozart. Fue realizado en 1993 en la Universidad de California por la neurobióloga Frances Raucher, quien observó cómo unos sujetos que habían escuchado la música del genio vienés incrementaban su coeficiente intelectual en nueve o diez puntos. Cuando esta información se difundió, las editoriales respondieron con la publicación de materiales musicales didácticos que potenciaban el rendimiento académico.
Pero la fama no le duró mucho al Efecto Mozart. En 1996 en la Universidad de Toronto, Nantais y Schellenberger determinaron que, aunque era cierto que la música de Mozart tenía un efecto beneficioso, cuando el individuo había adquirido sus propios gustos musicales los resultados intelectuales mejoraban escuchando su música preferida. Es decir: si a un individuo le gusta la música rock debería estudiar oyendo a los Rolling Stones.
A pesar de que con la música mejoran los resultados intelectuales, no ocurre lo mismo con las habilidades sociales. Así lo demostró otra de las investigaciones, que partía de la observación de varios grupos de niños: unos practicaban música y otros teatros. Los primeros mejoraron su coeficiente intelectual, pero los segundos desarrollaron mejor su comportamiento social.
ORIENTE Y OCCIDENTE. El lugar de nacimiento es otro de los factores que influye. No es lo mismo nacer en la India que en el Uruguay, ni siquiera en lo que a colores se refiere: los hindúes utilizan el blanco en los funerales como símbolo de muerte y el resto del mundo como símbolo de la pureza en el matrimonio.
Algo parecido sucede con la música. Mientras en África carece de sentido la afirmación “no tengo oído” o “no valgo para la música” porque significaría algo así como que se está sordo o inválido, en América Latina es una expresión muy común que invita a la persona a reservar los cánticos para la ducha.
En cuanto a los patrones rítmicos, también son muchas las diferencias: Occidente tiende a dividir las obras musicales en partes binarias, mientras que Oriente no tiene ningún pudor en dividirlo como más le convenga, sumando ritmos diversos o intercambiando binarios y ternarios.
Un ejemplo de todo ello es el flamenco español, un estilo musical que combina los dos extremos en sus raíces: Oriente está en la influencia que dejaron los árabes en el país y Occidente en los gitanos que llegaron desde Europa del Este. Aunque el flamenco tiene varios ritmos para cada “palo” o variedad de cante, conserva uno que se ha hecho muy famoso: las alegrías. En esta variedad el ritmo se marca de la siguiente manera (acentuando las palabras en negrita): un, dos, tres- cuatro, cinco, seis- siete, ocho- nueve, diez-, once, doce-. El patrón combina un ritmo de tres tiempos con otro de dos: Oriente y Occidente.
MÚSICOS INSENSIBLES. El último factor refiere a las emociones, es decir, si la gente se emociona por la música en sí o por los recuerdos asociados a una melodía. En el siglo V San Agustín señaló su preocupación por que la gente se emocionaba más por el canto que por lo cantado. En el XX serían los filósofos Juslin y Vastfjall los que se ocuparían de investigarlo.
Lo cierto es que cuando un músico toca, no tiene necesidad de sentir la emoción que debe transmitir durante un concierto: una cosa es sentirla y otra expresarla o provocarla. Desde un punto de vista racional, la música no es ni más alegre ni más triste, sino una combinación de elementos que evocan la tristeza o la alegría: un tempo más allegro o más lento, o una dinámica más forte o más piano contribuyen a provocar determinadas sensaciones en el oyente.
En realidad, el proceso musical es una manipulación de las emociones de la que los compositores, conocedores del efecto, son directamente responsables. Su influencia es muy directa en el organismo: basta pensar en la indiferencia que produce el hilo “musical” que emite un ascensor funcionando comparado con las pasiones instintivas que despierta la Cabalgata de las Walkirias de Wagner.
Hasta ahora, el intelecto, la geografía y las emociones son los elementos que mayor interés han suscitado en las investigaciones sobre los efectos de la música. De ellas se ha servido el físico y escritor inglés Philip Ball para refutar las teorías que expone en su libro. Un esfuerzo por explicar el fenómeno musical desde un punto de vista físico y social, que resultará útil a melómanos y escépticos musicales.
EL INSTINTO MUSICAL de Philip Ball. Turner, 2010. Madrid, 515 págs. Distribuye Océano.

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